jueves, 26 de junio de 2008

El capitán Babea





El capitán Babea camina en el silencio de la noche, como elevándose sobre el suelo de piedra, hundido como un eterno centinela a las esquinas de la ciudad. Lo de Babea no es algo de siempre, no siempre fue así. Ahora sí. Ahora su cuerpo está más arrugado y más deteriorado. Tose dos veces seguidas cada diez minutos. Sus piernas delgadas son sinuosas y presentan una extraña forma: las rodillas exageradamente dobladas, el peroné forzado hacia delante, como las patas de un carnero. Los zapatos blandos ligeramente rosados y las medias blancas están arrugados como el resto de su uniforme, cerrado por unos botones exageradamente grandes que le dan un aspecto cómico. La nariz avanza paralela a la barbilla en una especie de carrera invisible contra el tiempo, el sombrero arrebujado y rematado con una pluma morada, distintivo de su rango, el color amarillo pálido del uniforme… todo emite una clara imagen sobre la superficie del canal: "Babea, estás acabado”.

La última inundación dejó impracticable la calle que da a su casa. Venecia es la ciudad de la belleza y el misterio pero también es una mierda, piensa Babea. Le compró una barca a un joven soldado del cuerpo que tiene más dinero que él para poder acceder a la puerta de casa. Todos los días durante el mes siguiente al desastre, Babea y sus achacosas manos achicaron el agua en lo que le pareció una de las luchas más agotadoras de su vida. Pero a la casa no se le va el olor a humedad, el olor a viejo.

El capitán suele realizar la misma ruta todas las noches de todas las semanas del año con ligeras variaciones para pillar por sorpresa a los maleantes. Hace diez años una de esas ligeras variaciones le costó un corte en la mejilla de un torpe ladrón que, como el olor de su casa, se quedó siempre con él. Hace ocho años otra variación le costó un disgusto aún mayor cuando vio salir a su joven mujer de una casa que no era la suya. La mujer, en un ataque de dignidad femenina exclamó: “¿Y tú que miras?”. Él tosió. Lamentó su marcha y se arrepintió después de no tratar de recuperarla, de no haber tenido unos hijos que le hicieran más llevadera la vida, de no haber tratado de conseguir aquel ascenso. Pero Babea tenía algo que no le podían, de momento, quitar: una par de piernas que podían andar todas las noches por las calles de Venecia.

El día que murió el capitán, cerca del teatro de Goldoni, no se celebraron exequias ni se cantaron himnos. Dos compañeros, los más dignos y rectos del cuerpo, le relevaron en su ronda nocturna y recordaron los días de gloria de Babea al frente de la Guardia Real. “Era como un soldado espartano”, dijo uno. “Dicen que hablaba solo desde pequeño”, dijo el otro. Eran las cinco de la mañana y la ronda tocaba a su fin cuando un escalofrío les recorrió la espalda al oír unos pasos con una extraña y familiar cadencia. Al echar la vista atrás no vieron nada. Siguieron caminando hacia el cuartel y muy a lo lejos, proveniente de un oscuro callejón, les pareció escuchar una tos. Y luego otra. Y luego el silencio.

("Personajes ilustres de la ciudad de Venecia", Luigi Lopezzi D'Arriba, siglo XIX)

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