viernes, 31 de octubre de 2008



Vas fijando tu mirada al suelo y ves cómo avanza tu pie derecho. Se posa en el suelo. Luego, va el izquierdo. Lógico. Las zapatillas que te compraste ayer te gustan, pero todo se queda en eso. No puedes evitar el sentimiento de aburrimiento de la actividad repetida, como cuando te duchas por la mañana, te pones el albornoz, sales y te secas el pelo, luego las piernas. Primero un pie, después el otro. Caminas y recuerdas viejas historias de samurais, largas travesías por la montaña. Pero no estás en la montaña y, desde luego, no eres un samurai. Tampoco te apasiona andar; en todo caso, trayectos cortos. En la mano no llevas el Bushido sino el periódico de ayer, que tiras rutinariamente en la papelera de la esquina. Tampoco estás en Nueva York, ni en Praga, sino en un pueblo del extrarradio. La calle no es bulliciosa, no sale humo de las alcantarillas, no hay puentes y todo está bastante limpio. Hicieron este precioso paseo peatonal hace unos años. Piensas que, en realidad, no tienes realmente derecho a sentirte triste. Miras al frente y sigues caminando por la calle principal. El sol luce radiante y juega en el suelo con los barrotes de las terrazas. El sol es mejor que cualquier canción. Y este invierno es, en teoría, menos frío que los años pasados.

En general, no sueles parecerte a un personaje de novela. No sueles ir solo de noche por los bares en busca de sórdidas aventuras y, además, desgraciadamente, cada día te gusta menos fumar. Entonces te metes en una cafetería -porque por el día los bares son cafeterías. Te sueles sentar en la barra salvo que haya alguna mesa que dé a la calle. Te sientas, dudas entre café y whisky, te acuerdas de que no eres un personaje de novela y el whisky te sentará mal: pides un café, pero un café solo. Como no podía ser de otra manera, la camarera es una bella mujer con cierto deje de mujer fatal. Es rubia y rumana. No sabes si su antipatía hacia ti es debido a su poca fluidez con el idioma o a que las rumanas también pueden ser antipáticas. Miras a tu alrededor y ves una mesa ocupada por un viejo solo que sorbe ruidosamente un café -con leche- y moja unos churros. En otra mesa hay dos viejos. La mesa más cercana al baño está ocupada por tres viejos, supones que por la proximidad al retrete. Ni rastro de hombres misteriosos con gabardina, mujeres fatales que hablen tu idioma o colegialas de pellas. Esto no es Nueva York, ni Praga ni nada que se le parezca.

Piensas suavemente, casi sin quererlo, en tu mujer, que estará en su oficina, probablemente hablando por teléfono. Sonríes, ligeramente. Te pones de pie, dejas el dinero del café encima de la barra y una sonrisa para la camarera que no te es devuelta, y te dan ganas de mandarla a la puta mierda. Te das la vuelta y ves, a través del cristal que da a la calle, de pie, con las manos en los bolsillos, tez cenicienta, una altura de unos dos metros y barba de tres días, a un hombre misterioso ataviado con una larga gabardina gris, que te mira y te remira mientras las gotas de lluvia le resbalan por la cara. Te quedas paralizado. Adviertes que el sol se ha ido silenciosamente dando paso a la lluvia, que parece que se ha hecho de noche y que la cafetería ahora parece un bar. El hombre saca la mano derecha de la gabardina y muy lentamente, como en una mala película de acción, alza su brazo, extiende su dedo. Te señala. Te ha señalado y se ha dado la vuelta tomando la calle hacia arriba, a paso rápido. No sabes qué hacer. Sales discretamente del bar y en la calle te resbalas y te das un buen golpe. Desconcertado, te levantas y miras las suelas de tus nuevas zapatillas y ves que tienen la suela plana. No entiendes por qué tienen la suela plana. En fin, diriges tu mirada hacia la dirección en que el hombre misterioso emprendió su rápido paseo y le ves a lo lejos. Una vez reincorporado le sigues a paso rápido y estás a punto de resbalar tres veces y vuelves a caer al suelo una vez más. Ni una sola vez él vuelve la vista atrás, caminas a una distancia prudencial, tuerces dos calles a la derecha, luego avanzas recto un trecho bien largo. Otra vez a la derecha y una a la izquierda y el hombre no vuelve la vista atrás. No entiendes por qué le sigues, pudo ser todo tu imaginación. No sabes dónde estás, esto no parece tu pueblo más: las calles son oscuras y estrechas y hay un mendigo en el suelo; sale un espeso humo de una alcantarilla cercana. Subes una larga cuesta y el hombre de la gabardina está cada vez más lejos, tanto que debes apretar el paso y acabas trotando como un asno en pos de su zanahoria. El desnivel de la cuesta te hace perder de vista al hombre misterioso y cuando llegas arriba ya no les ves por ningún lado, ni a izquierda ni a derecha, en ningún lado. Entonces, oyes un pequeño ruido: la puerta que hay a tu izquierda acaba de cerrarse. Tu aventura ha entrado en el portal. Llamas al primer piso que se te ocurre y exclamas, imposible: “Cartero comercial”. Entras a tiempo de ver cómo el ascensor se ha detenido en el tercer piso y subes sigilosamente por las escaleras de madera del edificio. Ningún bloque en este pueblo del extrarradio tiene las escaleras de madera. Oyes el estruendo de un portazo. Subes y subes tu infierno particular hasta el tercer piso. Letra A y Letra B. Dos pisos, dos posibilidades, cincuenta por ciento y no tienes ni idea de qué haces aquí. Miras las dos puertas sin saber qué hacer, piensas que no tienes más testigos de tu paseo que la camarera rumana y no crees que pueda ser un testigo demasiado fiable si desapareces. Te montas tu película. A de alfalfa, B de burro, A de ángel, B de bandido. Vas a sentirte muy violento si no aciertas con la letra y no sabes cómo vas a sentirte si aciertas. En todo caso, sin perder el tiempo, das al timbre de la letra A. No oyes nada. Ni un ruido. Nada. No hay nadie en casa.

Tiene que ser la B, no puede ser más que la B. O eso, o la A contiene a nuestro hombre misterioso y no quiere abrir. O está en la B, ha oído el timbre de la A y está preparado, sentado en un sillón, mirando fijamente la puerta de entrada. Parece un concurso de televisión antiguo: dos puertas, dos premios. Te pesan las piernas; el agua de la lluvia se mezcla con tu sudor produciéndote una desagradable sensación de frío y calor a la vez. Ahora o nunca. Diriges tu mano hacia el timbre de la B y, cuando estás a punto de pulsarlo, te detienes, congelas tu brazo. El portal se queda a oscuras y ves algo que te sobrecoge. Un tenue sendero de luz proveniente de la puerta se monta y recorre tus zapatillas resbaladizas y muere en la puerta del ascensor. Todo este tiempo, la puerta de la casa B ha estado abierta. Todo este tiempo el hombre misterioso ha estado oliendo tu indecisión al otro lado de la puerta. Tú no eres un héroe, no eres un personaje de novela, no eres nadie, esto es demasiado para ti.

Retrocedes mirando a la puerta, buscando a tientas el interruptor a tu espalda, mirando la luz que sale de la casa. Enciendes por fin la luz y sientes algo de alivio cuando ésta inunda toda la planta. Alguien carraspea, como llamándote, claramente llamándote, sin duda llamándote y no puedes esperar más. Has llegado aquí y se acabó todo. Piensas en la rumana, luego en tu mujer, avanzas hacia la puerta y la abres. Ya está. Listo. Como cabía esperar, desde el dintel de la puerta observas al fondo de un largo pasillo preñado de oscuridad un salón, y allí la silueta de tu hombre, fumando, esperando. Entras, rompes la negrura del corredor, ves la gabardina gris tirada en el suelo, sigues y te paras en la puerta del salón. Te cagas de miedo. El hombre expulsa el humo del cigarrillo, lo apaga en el cenicero que tiene bailando en el brazo del sofá y con la mano enciende una pequeña lámpara. La luz ilumina su rostro y no te puedes creer lo que ves. Recuerdas que en la calle apenas advertiste su cara, todo fue muy rápido, te centraste en aquel dedo que te señaló, en nada más. Exhalas un suspiro de espanto, sientes como te ahogas y sales corriendo, corriendo como nunca en tu vida. Te recuerdas de pequeño en el patio del colegio, en clase de gimnasia, aquellos días lluviosos en los que os obligaban a correr igualmente y sentíais las gotas de lluvia azotando dulcemente vuestra cara. Corres entre la lluvia, sin saber qué camino coger, izquierda y derecha, el paisaje cambia de pronto, esto vuelve a ser tu pueblo y vuelves a estar delante del bar. Miras atrás, adelante, a los lados y bajas la calle desesperado, con las lágrimas saliendo de tus ojos. Pánico. Bajas deprisa, demasiado agotado para correr, y llegas a tu casa. Tiras la gabardina gris al suelo y atraviesas el oscuro pasillo hasta el salón. Tu mujer no ha vuelto. Te sientas en el sillón, apoyas el cenicero y clavas tu mirada en la puerta de la calle. La casa a oscuras y el humo saliendo de tu boca expulsando con cada bocanada todo tu terror.

viernes, 3 de octubre de 2008

IF



Si hay un río eterno, una vida,
un páramo desnudo de belleza.

Si hay un húmedo cielo azul,
una melodía de la naturaleza.

Si hay la idea perfecta, la suerte,
el instante de la iluminación.

Si hay el descubrimiento de la muerte,
la plenitud, la justicia, la alegría.

Si hay tú,
si hay yo,
si es todo,
si eso es todo,
si esto es todo...

entonces sí.